domingo, 17 de agosto de 2008

Ocho oros y un trauma

Acabo de ver a Michael Phelps ganar su tan esperada, comentada, apostada, pronosticada y prácticamente cantada octava medalla de oro en los Juegos Olímpicos. Es más, lo he visto toda la semana. Sumando las transmisiones de medianoche, los noticieros, las primeras planas de La Razón que me regalan todas las mañanas en el tren y los portales de Internet, creo que en los últimos días he visto más a Michael Phelps que a mí mismo en el espejo. Y después de tantas noches yéndome a dormir con la imagen del flaco ganando una y otra y otra vez, sólo he podido llegar a una conclusion: el muchacho está completamente mal de la cabeza. ¿Cómo va a ganar ocho oros en un mismo juego? ¿Cómo va a ganar cada medalla rompiendo un record mundial? ¿Cómo va a meterse al agua y salir campeón olímpico cuando media hora antes acaba de competir en otra prueba? ¡¿Cómo?! No. Definitivamente, está mal.

Pero hace unos minutos, mientras lo veía nadando en su última prueba, rumbo a la inminente y mítica medalla número ocho, el que terminó mal fui yo. Michael Phelps, en vivo y en directo, desde el otro lado del planeta, me hizo recordar uno de los episodios más destructivos y humillantes de mi insignificante vida.

Tendría yo unos once o doce años. En esa época pasaba los veranos enteros en las playas del sur de Lima, perdiendo el tiempo, calcinándome bajo el sol y metido en el mar hasta que mis manos se arrugaban como las de un viejito. Pero ese verano alguien, seguramente mi madre, presionó para que dejara de rascarme las esféricas y entrara, una vez más, a clases de natación. Toda mi infancia fui cliente frecuente de esas academias, engañado por la falsa promesa de que el deporte podía ayudarme a crecer los centímetros que obviamente nunca crecí. Por lo demás, las clases sirvieron, porque aprendí a nadar bastante bien (dentro de lo bien que puede nadar una persona cualquiera, claro está). Pero esta vez las clases fueron un poco más allá de lo esperado y terminé incursionando forzada e involutariamente en el traumático mundo de los estilos pecho y mariposa.

Aún recuerdo lo complicado que era. Aprender pecho y mariposa fue como salir de mi cómoda categoría de Comunes Mortales e ingresar a la categoría Nadadores, a la cual obviamente yo no pertenecía. Pero más allá del sufrimiento corporal de cada mañana, las clases no fueron tan graves. Lo grave vino al final del curso, cuando el club organizó una especie de campeonato interno. Vaya usted a competir contra los compañeritos de clases más avanzandas y que sí saben nadar bien todos los estilos, en frente de las mamis, papis, tíos, hermanos y abuelos de todo el mundo. 100 metros combinados. Cuatro largos de piscina, en una sucesión de estilos y sufrimientos que se hizo interminable.

De ese día y de la carrera recuerdo pocas y muy precisas cosas. El miedo que me hacía cagar encima antes de entrar al agua. La desesperación durante el segundo largo, el de pecho, cuando yo recién iba y todos ya estaban de vuelta. El cansancio y la frustración del largo de mariposa. Pero lo que más recuerdo es mi lenta llegada al final, Dios sabe cuánto tiempo después de que los demás ya habían salido del agua, mientras escuchaba al profesor que por el micrófono decía: “Un aplauso para Mario Herrera, uno de los alumnos que recién este año aprendió los cuatro estilos”. Yo sólo quería irme a mi cama. O que me trague el agua.

Ahora, mientras revivo esas innolvidables escenas, recuerdo que hace unos días, mientras caminaba rumbo a la oficina leyendo mi ejemplar gratuito de La Razón, encontré una nota de relleno escondida entre el inmenso artículo y las fotos de Michael Phelps que ocupaban la doble página central del diario. La pequeña nota decía algo así como “8:34:69 fue el asombroso tiempo del africano Dwambe Njemba (¿?), último en llegar, casi 7 minutos después de Phelps”. Yo no creo mucho en eso de “Lo importante es llegar”, pero comienzo a creer que los últimos siempre podremos ganarnos una peculiar mención distintiva, no importa si es desde un micrófono o escondida entre las hazañas de Michael Phelps.

domingo, 25 de mayo de 2008

Shaka de Virgo

Dedicado a J.P. Apolaya y a la amistad que nos une.

Jueves, nueve de la mañana. Subí al colectivo. Entre mis dedos - como ya me había pasado en incontables oportunidades - tintineaban las únicas y preocupantes cinco monedas que completaban con lo justo el pasaje que me permitiría llegar a mi centro de trabajo. La máquinita del colectivo reconoció mi cara de plegaria, se apiadó de mí y recibió de buena gana todos mis centavos. De pronto, brillando entre la gente, visualicé el asiento perfecto. Esos de a uno que van pegados a la ventana, el único de su clase que quedaba libre a bordo. Me dirigía feliz yo hacia mi trono urbano cuando, de pronto y con una gracilidad inverosímil para su embergadura, un rollizo ejecutivo se me adelantó con un movimiento maradoniano. Resignado, hice un giro automático para disimular mi derrota y terminé racalando en uno de esos asientos en los que se viaja de espaldas. Acomodé mi fiel y eterna JanSport sobre mis piernas y levanté la mirada. Fue entonces cuando descubrí que el abundante pero ágil ejecutivo me acababa de iluminar el día.

Estaba sentada justo frente a mí, cara a cara y con nadie entre nosotros, aunque a un par de filas de distancia. Era un sol. Sus cabellos, algunos atados por una pequeña argolla y otros sujetos por un par de peinetas, eran rayos dorados que bajaban dormidos por un infinito e hipnotizante sendero blanco, que más que un cuello parecía una ruta mágica, como el camino de oro que se refleja en el mar de cada tarde. La parte superior de su contextura fina y angelical descansaba cubierta por unas mundanas y convenientemente cortas ropas de algodón negro. Los confines de su brillo, allá debajo del asiento, eran marcados por unas clásicas botitas All-Star, también negras. El resto de esa estrella divina, en donde de pronto el universo entero había hecho implosión para mí, era invisile desde mi posición de insignificante y común mortal.

Sus rayos, sus ríos, sus manos, sus All-Star. Toda ella iba dormida, ligeramente inclinada, dejando descansar su rostro sobre un hombro y el resto de su cuerpo estelar sobre el lado opuesto de su asiento. Su rosto sobre su hombro. Su rostro. Un pequeño, grácil y suave desierto de dunas en el que cada partícula de arena brillaba como si contuviera una galaxia entera. Un epicentro calmo y de ojos cerrados enmarcado por esos interminables rayos de oro que, aún así como estaba, con los ojos cerrados, brillaba más que todos ellos juntos. Los ojos cerrados. Era eso lo que me permitía seguir viéndola de frente y no haber muerto aún, ya sea derretido por el calor extremo de su fuego ó apuñalado por una mirada desaprobatoria. Un epicentro calmo que en cualquier momento podía despertar y destruirme, como supuestamente podía hacerlo Shaka de Virgo con cualquier rival si es que abría los ojos.

Me enfrentaba pues yo - como lo hizo en su momento Ikki, el buen caballero de la armadura de Fénix - a un ser superior. Y lo sabía, pero no podía dejar de encararlo. Su belleza me había sometido por completo y no podía hacer más nada que volver a dirigir la vista una y otra y otra vez hacia ese cuerpo incandescente. A veces era un simple giro que en su trayectoria me permitía espiar el paraíso. En otras, en cambio, el atrevimiento era total y quedaba petrificado ante ella como si se tratara de Medusa y sus cabellos de serpiente. En un momento hubo algo parecido a una explosión, un movimiento telúrico (mejor dicho, cósmico). La estrella cambió súbitamente de posición, pero mantuvo sus ojos cerrados y su rostro mirando hacia el sacrílego mortal que la vigilaba. Mi cuerpo se congeló por un segundo ante la posibilidad de haber sido descubierto, pero no hice mayor caso a tan benévola advertencia. Momentos después, sucedió. Ella los abrió. Y entonces mi cuerpo ya no se congeló. Se consumió en un fuego verde agua. Morí. Fui feliz.

domingo, 4 de mayo de 2008

El porqué de los hijos

Hace un par de semanas, después de mucho tiempo, me reintegré a la tradicional, rutinaria y afortunada población asalariada del planeta Tierra. Por ende, volví también a los almuercitos de los viernes. Esos que te hacen… ¡ups!… olvidar la lonchera en casa, visitar fugaz y desesperadamente el cajero antes de la 1pm, sucumbir ante la tentación de un potaje completamente atípico en el repertorio lunesaviernero y – lo más apetitoso de todo – sentarte con la gente de tu oficina alrededor de la mesa, cual familia feliz… para hablar estupideces. Algunas, claro, no tan estúpidas.

Estábamos, pues, mis nuevos compañeritos y yo esperando a que lleguen las milanesas, cuando atrapé un comentario surcando el aire por encima de mi vaso de 7Up: “¡Sí boludo, pero ese es el mejor caso para vos, no para el nene!”. Los muchachos discutían sobre cuál era el mejor momento para tener hijos. Que es bueno tenerlos con 1 ó 2 años de separación, así se hacen compañía. Que no, porque la mujer no tiene porqué enclaustrarse 3 años seguidos de su vida. Que sí, porque así no tienes que adaptarte una y otra vez al martirio del desvelo. Que lo óptimo sería tener mellizos… o mejor aún, trillizos, así safas de todo en una sola… etcétera.

En medio del intercambio de ideas - que poco a poco iba pasando de pingponeo a balacera – mi retorcido e hinchapelotas cerebro se animó a llevar la pregunta un paso más allá. Claro que en ese momento sólo me animé a compartirla con mi propia conciencia…

¿Por qué la gente tiene hijos?

A pesar de que siempre me ha gustado proyectarme como papá (y como uno bastante bueno, dicho sea de paso y con la modestia guardada en el cajón de las medias), no pude evitar sumergirme en oscuras reflexiones. Pero más allá de profundizar en las bizarras hipótesis que rondaron mi cabeza durante ese minuto, quise retomar la pregunta para ensayar, a continuación, algunas respuestas parecidas a esas conversaciones de viernes: Algunas estúpidas y otras no tanto…

1. Porque así nos lo enseñaron en el colegio: Nacen, crecen, se reproducen (nótese que es la más peculiar de las cuatro palabras) y mueren.

2. Porque es bueno tener alguien de quién vivir cuando ya no puedes seguir viviendo de tus viejos.

3. Porque existe el alcohol.


4. Porque, según el dicho, hay tres cosas que uno debe hacer en la vida: Plantar un árbol, escribir un libro y… obvio.


5. Porque con fotos de algo hay que llenar el Facebook.

6. Porque cuando el amor entre dos da señas de hastío, bueno resulta el ingreso de un tercero ó, incluso, de un cuarto jugador. Parecido a lo que sucede cuando uno dice “Amor, ¿por qué no mejor llamamos a Fulano y Mengana y salimos los cuatro?”.

7. Porque sienten que se les está pasando el tren.

8. Porque no hubo ni jebe, ni pastilla, ni inyección, ni T, ni diafragma ó, simplemente, porque la mala suerte existe.

9. Porque los abuelos quieren nietos. Y los quieren ya.

Y, claro…

10. Por amor. Esa también es válida.




lunes, 21 de abril de 2008

La noticia de la semana

A continuación, un resumen bastante exacto del uso que daría yo a tan sugestivo invento.

miércoles, 16 de abril de 2008

De vuelta al cubículo

Cuando se vuelve a tener trabajo después de tanto tiempo, uno - naturalmente y por inercia - se alegra, ya sea porque...

A) Ya no tendrás que elegir entre juerga o comida de la semana, o...

B) Porque vas a volver a tener vida y tu panza detendrá su sedentario y brutal crecimiento, o...

C) Simplemente, porque volverás a formar parte del grueso de común mortales que se someten al sistema y se dejan llevar por el curso tradicional de la vida.

Sin embargo, cuando llega el crucial y cosquilleante primer día, ese momento en que abres los ojos a la desafiante mañana que tienes por delante, sólo se te viene a la cabeza una pregunta... "¿¡Por qué carajo tengo que ir a trabajar!?".

En contraparte a ese arrepentimiento indescriptiblemente fuerte que te clava de vuelta contra el colchón, hay una sensación que resulta extraña pero bastante alentadora: El fin de semana vuelve a tener sentido. Salud por eso y que llegue ya.

lunes, 14 de abril de 2008

Crónica de una vuelta y una revuelta

Hay sequías pues. Huecos en los que uno, simplemente, se va, se borra, desaparece. Para algunos como yo, especialista en las oscuras artes de la desaparición, esos periodos llegan a ser algo usual. A veces - como sucedió con mi más reciente desaparición - ni siquiera hay causa alguna ni fin concreto. Son, simplemente, espacios en los que el mundo sigue mientras uno se detiene. Tiempos en los que no hay tiempo. Veranos que pasan sin pasar nada.

Sin embargo, esta reciente desaparición - que incluyó una larga ausencia en este bulín virtual - cerró con un acto final sorprendente incluso para el propio ilusionista. Un acto, más que sorprendente, paradójico: Volví a casa. ¿Que en dónde está lo paradójico? Pues en el hecho de que volví dos veces en el mismo viaje. Relájate, ahora viene la explicación. O al menos el intento.

Concluído ya mi fugaz periplo, puedo decir que no todos los viajes son de ida, de vuelta, o de ida y vuelta. Hay viajes, como éste último, que son de vuelta y vuelta. Volví a Lima, mi casa, pero una vez que estuve allá descubrí que para llegar también había dejado mi casa, mi otra casa. Así que había que volver... a casa... de nuevo. Mi sentido de hogar me llevó a la nunca tan poco gris panza de burro Lima, pero mi sentido de presente y de pertenencia me trajo de vuelta a la nunca tan fría en abril Buenos Aires. En pocas palabras, volví y (re)volví.

Para dejar ahí la parte trascendental e innecesaria del viaje, cerraré con una simple pero útil reflexión: Eso de "Quiero volver a mi casa, a alguna casa..." tendrá más sentido para mí de ahora en adelante. Y a continuación (para pasar de una vez a lo importante), resumo esta vuelta y revuelta en un par de anécdotas, algunos tips y una que otra duda irresuelta.

1) Todo bien con LAN y sus pantallitas touch screen individuales en el respaldar de los asientos, pero te ves una película completa y terminas ciego. No exponerse.

2) Ley de la Relatividad a Bordo: La cara de culo de una aeromoza es directamente proporcional a qué tan rica esté. Mientras más buena, más cagona.

3) Pregunta suelta: ¿Quién miércoles diseña y redacta las tarjetas de Migraciones y de Aduanas y, sobre todo, cómo carajo hacen para que sea tan fácil que te equivoques al llenarlas?

4) Pregunta(s) suelta(s) 2: ¿Por qué en el avión te dan los audífonos en una bolsita de plástico sellada si al final vas a hacerla trizas? ¿Acaso no se vuelven a usar los mismos audífonos en el siguiente vuelo del avión? ¿Tienen entonces una maquina selladora de bolsitas a bordo? En fin.

5) Si aprendiste a manejar en Lima hay sólo una cosa en el mundo automovilístico para lo que no estás preparado: Irte a vivir fuera y volver a manejar en ella algún día. Nunca estuve tan cerca de bajarme del auto y dejarlo tirado en medio de la calle.

6) Gran ventaja tener familia y/o cocinero(a) de tu país en la ciudad extranjera donde vives. Eso te permite armar una lista mucho más compacta de "Comidas Obligatorias" para cuando vuelves a casa (léase, en mi caso, una suprema de Pizza Hut, una parrillera del Bembos, un Mega Combo del KFC, un chi jau kay y un par de platos más estratégicamente seleccionados).

7) Nunca: Llegar a tu destino jurando y rejurando que te vuelves un sábado cuando en realidad tu pasaje es para el viernes.
8) Siempre: Decir que te vas el viernes, cambiar tu pasaje y quedarte hasta el lunes sin que nadie o casi nadie lo sepa. (Las disculpas del caso a los que no sabían.





P.D: Gracias finales a JP por el tour miraflorino que culminó en mi juguería.

viernes, 29 de febrero de 2008

Reflexiones por 90 centavos

Hoy iba yo en el colectivo (bus, micro, enatru... como quieras llamarlo) y me pasó algo que ya me había sucedido antes, aunque no necesariamente en un vehículo de transporte público. Viajaba parado, mirando perdidamente por la ventanilla que me correspondía según mi posición en el pasillo. De pronto, en uno de esos movimientos que uno hace para mirar cualquier cosa menos la cara de otro en espacios públicos como ése (léase buses, ascensores, salas de espera, etc.), volteé para mirar hacia el frente, como quien mira por dónde va el micro. Fue ahí cuando me quedé pegado mirando uno de esos postes de los que uno se agarra cuando viaja parado. Una de las uniones del tubo este de miércoles estaba justo a la altura de mi cabeza y - Dios sabrá por qué - pensé... "Uhm... así de alto soy". Fue entonces cuando hice una especie de desdoblamiento que casi me permitió verme a mí mismo desde fuera de mi cuerpo, con una mirada objetiva, y entonces mi cerebro pasó a la segunda e inminente reflexión: "Diablos... sí que soy chato". Acto seguido, miré hacia abajo y vi mi mano sujetada de la agarradera para chatos que hay en la cabecera de cada asiento, hecho que sólo sirvió para reforzar mi hipótesis y para generar una concienzuda vocecita que me respondía "Sí, chato, eres recontra chato".

La fiel 55.

Siempre he dicho y diré que ser petizo tiene grandes ventajas y desventajas. Algunas de esas desventajas se reducen a instantes. Momentos. Segundos. Como el segundo de duda en el que, recién subido al micro, ves el pasamanos del techo y dices "Mierda... ¿llego o no llego?". Obviamente, para no resaltar nuestra reducida condición, casi siempre terminamos buscando una agarradera para chatos que esté libre antes de intentar alcanzar el cielo. Cosas de chatos.

lunes, 25 de febrero de 2008

Ya pues, acepto

Últimamente estuve bastante flojo para escribir, pero un blog amigo me dio la frase para salir del letargo. Más que eso. Me recordó las ganas que tenía – desde hace no poco tiempo – de escupir con respecto a este cada vez más circense y percudido tópico. “Se te está pasando el tren”. Fue preciso, Menchis. Gracias por el detonante.

La pregunta me ronda el cerebro y me angustia tanto como la presencia del zancudo que hace un rato se me escapó y que probablemente no me dejará dormir hoy: ¡¿Qué diablos le pasa a la gente con el matrimonio?! Y, antes de empezar a despotricar, quiero dejar claro que no tengo nada en contra del más blanco de los sacramentos. Yo también quiero someterme algún día a ese casi inexplicable acto de masoquismo. Es más, creo que fui genéticamente diseñado para eso, aunque reconozco que no sé si me malogré en el camino. Pero de que quiero, quiero.

El problema con los matrimonios es que todo suele hacerse al revés. Claro, siempre con escasas, honrosas y muy enamoradas excepciones. Hace unos días, por ejemplo, dos de mis mejores amigos se casaron. Municipalidad, firma, testigos, foto de rigor y un pequeño pero criollazo almuerzo de celebración en el que siempre lamentaré no haber podido estar. Ni iglesia, ni lista de invitados, ni vestido (aunque dicen que los dos estaban lindos), ni partes, ni fiesta. Pero lo importante estaba y sobraba: Esos malditos se adoran.

Yo sé que el día del matrimonio religioso es un sueño perfecto que viene pregrabado en el ADN del 95% de las mujeres de este planeta. Y las entiendo. Creo. Pero dentro de mi concepción del universo y de sus fuerzas demoníacas, yo digo… si realmente te quieres casar, pues te casas, ¿no? ¡Ah, qué… ¿no?! No pues, ¿no? No pues. La sociedad nos dice que no… otra vez.

El Gran Día se ha convertido en la expresión máxima de la presión, el convencionalismo y la cucufatería social. La iglesia se llena de familiares octogenarios y tíos de cariño que no recuerdas o que incluso – Dios me libre – no conoces. Luego, los afortunados que recibieron el parte de la fiesta y que ese día premeditadamente no desayunaron (y/o almorzaron), se dirigen a la dirección indicada dispuestos a comerse todo, chuparse todo, bailarse todo y, si tienen suerte, levantarse todo. El resto, gracias, siga participando.

Pero volvamos a por qué digo que todo se hace al revés. Cuando vamos a una fiesta es normal encontrarnos con un montón de gente, ¿cierto? Amigos, amigos amigos, “amigos”, no tan amigos. Total, tonear podemos con todos. Pero ¿con cuántos de ellos te interesa realmente compartir el día más jodidamente importante de tu vida? O mejor aún, ¿a cuántos de ellos les interesa realmente compartirlo contigo? Entonces, ¿por qué la ceremonia, siendo un momento tan trascendente, está llena de gente que no lo es y, por el contrario, la fiesta se reserva el derecho de admisión? ¡Ajá! Alguien por ahí gritó “¡La plata pues, Chato, se consciente!” Está bien. Vale. Siempre y cuando la plata importe lo suficiente como para condicionar la unión de dos personas que (en teoría) se aman. Buena interrogante. Preguntémosle a las parroquias.

Hoy las parroquias deberían añadir un subtítulo estándar a sus nombres: Parroquia de Nuestra Santísima Señora del Perpetuo Socorro… Catering & Events. Además de sincero, quedaría un toque más nice. Y lo nice jala novias. Si no recuerdo mal, Jesús una vez le dijo al hombre rico “Deja tus riquezas y sígueme”. Hoy, cuando uno va como loco de iglesia en iglesia buscando dónde casarse, poco falta para que te digan “Déjame lo que tengas y vete”. Porque si te llevas la iglesia, te llevas el coro, las flores, el salón, el toldo, el almuerzo, la decoración, la seguridad, el video, la torta, los recuerditos, el bouquet, la liga y si tienes suerte, hasta las chicas para la despedida de soltero te ofrecen. Y, obvio, todo por un módico y excelente precio paquete. De corazón… los odio, muchachos.

Arriesgándome a sonar poco varonil, e incluso un toque maricón, diré que sueño con el día de mi boda. Ella y yo (ambos de blanco, obvio), mis viejos, los suyos, mi hermana, sus hermanos, nuestros mejores amigos amigos y el cura, que con suerte también será amigo de alguno de los dos. Punto. No pasamos de 20. Todos enmarcados en un bonito fondo de mar, arena y cielo multicolor. Bueno, si ella prefiere campo yo podría ceder. Leemos todos cosas bonitas, ella acepta, yo digo “Ya pues, ni modo” (a lo cual ella responde “Payaso”), foto por aquí, foto por allá y listo. A tonear. Y ahí sí está todo el que quiera “ser partícipe de la unión de nuestros hijos”. Entrada libre, porque a mí me gustaría que hubiera un montón de partícipes. Y a falta de presupuesto para atenderlos a todos (zánganos chupadores de sangre), pediría que cada uno ponga algo. No creo que nadie que verdaderamente quiera ser partícipe no pueda llevar algo, ¿no? Un six pack de Pilsen al menos, y te lo chupas tú solito si quieres, no me voy a molestar. La cosa es que todos la pasen brutal. Y de paso nos aseguramos de que vaya el que realmente quiere ir.

En resumen, si lo tuyo es con un año de preparativos, lista de novios y a iglesia llena, ¡genial! Bien por ti. Si, por el contrario, eres de los míos, ¡también! Pero, por favor, si te casas, ¡cásate bien, por el amor de Dios! No por el amor de los demás. Amén.

martes, 12 de febrero de 2008

Las chicas de la calle

Uno se despierta, se ducha, se viste, toma desayuno (si tiene tiempo) y sale a la calle. A trabajar, estudiar, hacer papeleos, pagar cuentas, perder el tiempo. No importa a qué. Lo que importa es que, dependiendo de la ciudad, uno siempre sale con la seguridad de que tiene cierto porcentaje de probabilidades de cruzarse con una chica linda. Obviamente, hay ciudades y ciudades, y el porcentaje varía. Tanto que a veces salir a la calle se convierte en un verdadero peligro, ya sea de terminar con tortícolis o en una carceleta por falta de autocontrol. A continuación, un breve listado de lo que se puede encontrar en casi cualquier parte del mundo.

La chica del colectivo: De la combi, la couster, el micro… da igual. Generalmente, sube después que tú y se sienta en algún lugar delante tuyo, probablemente porque ya vió tu cara (o sintió tu mirada) de acosador total. Te terminas enamorando de su pelo, sus aretes, sus tiritas, o cualquier cosa que quede visible después de que se sienta. A veces, cuando se levanta para bajarse, una fugaz pero punzante pregunta te zumba la cabeza: “¿Y si me bajo?”. Aún no conocí a nadie que lo haya hecho.

La chica del supermercado: Con ella vale hacer algunas distinciones. Para empezar, el rango de edad puede ser amplio. Muy amplio. Pueden estar solas, pero generalmente hacen las compras con el novio. Pueden ser de las que van como si fueran a una fiesta o estar, literalmente, en pijama. ¿Lo que las une a todas? Ese inevitable y siniestro cruce de miradas cuando te las encuentras en la caja registradora.

La chica que camina por la vereda: TODO está en cómo camina y cómo se mueve su pelo. Son la principal causa de tortícolis de la ciudad. Más comentarios sobre ella, sobran.

La chica del taxi de al lado: Si vas manejando, aceleras, frenas y zigzagueas según la posición de su taxi. Si vas de pasajero, tratas de controlar telepáticamente al taxista, el chofer, tu viejo, o quien sea que vaya manejando. Son fugaces, pero casi siempre cómplices cuando el contacto visual se concreta.

La chica linda: No. Ella no es un cuero, ni un lomo. No tiene LOS mangos, ni EL trasero. No va arreglada, ni parece promotora de Marlboro. Pero la única expresión que te brota al verla es “Me caso”.

La rubia: Hasta hace poco tiempo no me gustaban las rubias. Hoy… digamos que soy un poco más tolerante. Más aún si vienen acompañadas de pelo lacio largo, buena talla, shortcitos, piernas largas, politos de tiras y lentes de sol.

La colegiala: Se moviliza en grupos de entre 3 y 8 individuos y es normal verlas (o escuchar sus gritos) en lo diversos medios de transporte público. Su vestimenta constituye un complemento fundamental. Son frecuentes generadoras del pensamiento “¿Cómo puede ESO estar todavía en el colegio?”.

La conductora de cochecito de bebé: Mujeres, madres de familia, entre los 25 y 33 años de edad, pertenecientes a los niveles socioeconómicos A, A- y B+, con hijo(s) entre los 0 y 2 años de edad, generalmente rubias, clientes de gimnasios y amas de casa. Una tentación.

La incierta: Especie en proliferación desde hace unos años. Son todas aquellas que, con sus microprendas, resultan completamente inevitables al ojo y que casi de inmediato despiertan la pregunta “¿Pero… cuántos años tiene?”. Por lo general, el número de la respuesta es mucho más bajo de lo supuesto y el riesgo de prisión mucho más alto de lo que se podría sospechar.

domingo, 20 de enero de 2008

Karma Chameleon

Sí. El karma existe. Existe y persiste, como la canción de Culture Club que hasta ahora nos martiriza de vez en cuando por Zeta Rock & Pop (Kaaaaarma, karma, karma, karma, karma, chameleooon… You come and gooo, you come and gooo-o). Existe y jode, tanto como jode acordarse de Boy George. Qué desagradable Boy George. Y encima se llama Boy. En fin.

El karma es ese ente maléfico parecido al toffee que se te queda pegado en la parte más inaccessible de los dientes. No. Es peor. Es como la cáscara de canchita que se te mete en la encía antes de que comience la película y te jode toda la visita al cine. El karma, simplemente, llega, jode… y no, no se va. Mejor dicho, se va, pero vuelve, y vuelve, y vuelve… como el conejito de Duracell. Pinche conejo. De lo que aún no estoy seguro es si vuelve porque esa es SU naturaleza o porque es NUESTRA naturaleza hacer que vuelva. Porque, no nos hagamos los tarugos… uno sabe perfectamente que el toffee se le va a quedar ahí clavadazo, pero igualito nos lo comemos.

Yo supongo que el karma existe porque, de por sí, la vida es circular. Y, como todo círculo, tiende a dar vueltas. Aplicar la siguiente analogía de academia pre universitaria puede explicarlo mejor: El Karma es al Ser Humano como el Balón es a Oliver Athon. Es decir, mejores amigos, patas, brothers, causas, yuntas, carnales, panas, you & me 4ever & ever, etcétera. Si no aprendes a ver al karma como tu amigo, estás fregado. Porque el día que aparece, llega con sus maletas, se mete en tu casa y no se mueve de ahí por un buen rato. Hasta el glorioso día en que te sientes fuerte y lo botas. Yo aún lo tengo durmiendo en la sala, así que no puedo decir mucho más acerca de ese hipotético momento.

Y, además de hacerse amigos, otra buena táctica para convivir con esos inquilinos que parece que nunca se irán es mantener la esperanza de que sí se irán. Es creer en la posibilidad de que esas vueltas pueden dejarnos, algún día, justo al otro lado del círculo y no en el mismo lugar. Es creer ciegamente en que UNO NUNCA SABE, principio fundamental del "Hazte una" (Profundizaremos más en el tema en un próximo post titulado "Introducción a la Teoría del Hazte Una”). Es creer en el equilibrio cósmico, mejor conocido como la filosofía de "Lo justo es lo justo pe' varón". En resumen, es tenerse fe. Sino, repito, estamos todos fregados y sólo nos quedaría el célebre "Y que Dios nos ayude" de Hurtado Miller.

Por eso, si de pronto un día te percatas de que el pinche karma está durmiendo en tu sala, relájate, no te apures, no te escondas, no llames al Chapulín, tampoco a tu ex. Sólo dile Hola y acuérdate de Boy George cantando Do you really want to huuurt meee? Vas a ver cómo incluso puedes llegar a cagarte de la risa. Quizá para no llorar, pero te ríes al fin y al cabo. Eso sí, mejor no te ilusiones con que desaparezca pronto. Sólo nos queda acostumbrarnos a su maligna presencia, tal como nos acostumbramos a Boy George.

miércoles, 9 de enero de 2008

El gris

Debería estar trabajando. No hablo del trabajo por el cual sales de tu casa todos los días a las 8am y vuelves a las 7pm. Bueno, sí, también debería estar trabajando de esa forma, pero me refería a “trabajando” en mis cosas. En todo el día no avancé nada y sin embargo estoy escribiendo la columna de la semana. Pero me puse a escribirla porque hace un rato me invadió una inquietante inseguridad. No sabía en qué día estábamos. Aún mientras escribo esto no estoy seguro. Estoy a punto de abrir el calendario, pero me resisto y sigo escribiendo mientras la otra mitad de mi cerebro piensa… ¿Ayer fue lunes, no? Sí. Por ende, es martes. Ok. Martes. Aún no estoy seguro, pero dejémoslo en martes.

La duda surgió porque andaba pensando si tenía un día favorito en la semana. Y creo que no. Lo que sí tengo es un día no favorito. El feo, el malo, el triste, el cruel, el gris. Sí, bueno… en Lima 5 de 7 son grises. Pero éste lleva el gris en el alma. Y ese, para mí, no puede ser otro que el domingo.

Seguro varios de mis queridos ex colegas pertenecientes a la Población Económicamente Activa ya desenvainaron sus Ginzu 2000 en rechazo a esta última afirmación mía, reclamando el premio para el siempre despreciable Lunes. Pero no mis sufridos trabajadores. Esos cortos minutos de pereza al despertar en los que nos sentimos pegados con Triz a la cama son nada comparados con la angustiante frase que suele aparecer los domingos, en algún momento entre el almuerzo y la hora de acostarnos. Esa frase maléfica y casi harakirica en la que perdemos el aliento e hilvanamos las palabras “Puta - madre - mañana - hay - que - ir - a - trabajar”. Sí. Eso es dolor.

El domingo, más que feo, es raro. Es más, creo que es tan raro que por eso se hace feo. Como los bocaditos. Si cuando te pasan la bandeja ves algo que no conoces, pasas. El domingo tiene un aura extraña, cargada de diversas armas anímicas, físicas y hasta psicosomáticas, las cuales, combinadas, son letales.

Para empezar, después del domingo viene el lunes. El problema no es el trabajo. El verdadero problema es el “no descanso”. O dicho al revés, las juergas de los sábados. Es la ley de Cristo. Uno sale el viernes y se revienta, el sábado al amanecer muere y el domingo resucita. ¿Y los que se la pegaron el sábado? ¡Ah! Jódanse, dijo el flaco.

Hablando del flaco… los domingos no vas a misa, lo cual te sirve para recordar que no cumples con lo mínimo que te pide tu religión y para renovar con entusiasmo tus votos de ser católico “a tu manera”.

El domingo tiene esa horrible sensación de fin. Te recuerda que se terminó una semana más… y que ya se está pasando también el mes, el año, el tiempo, la vida, etcétera. Un estrés. Ese día uno no puede evitar ponerse a pensar en cosas trascendentales.

Inevitablemente, esa aura trascendental se transporta a la calle. Lenta. Vacía. Como si hubiese pronóstico de Apocalipsis. Todo el mundo opta por refugiarse bajo techo, propio o ajeno, con la familia, la novia, los amigos, el cine, la playstation. Lo que cada uno buenamente tenga a la mano.

Y así, ese casero y familiar día se pasa maliciosamente rápido. Te levantas tarde, desayunas todo lo que no desayunaste en la semana, como para almorzar “tardecito” (osea, a las 5pm) y, obvio, mejor te olvídas de la idea de comer por la noche. El día queda más corto que trago en fiesta de quince y, de pronto, ya es lunes.

Finalmente, un breve párrafo aparte bien merecido: Los domingos la tele es una desgracia. No hay más comentarios al respecto.

Por todo eso (y algunas cosas más que seguro olvido), el domingo es el ganador. Ahora recuerdo a qué venía todo esto. Aún no decido qué día de la semana publicar esta columna y quería que fuera un día feliz. En definitiva, el domingo no va a ser. Y ustedes, ¿tienen un favorito? La votación de días felices está abierta.

P.D: Hoy hay Bonus Track. Un poco de material audiovisual, para reforzar.

martes, 1 de enero de 2008

80, 90, 20

Es curioso. Hace mucho tiempo grabé un CD con las mejores canciones que tenía en mi computadora. Fue por motivo de un viaje, un paseo, una caminata… Dios recordará mejor que yo a estas alturas de mi alcoholización neuronal. Convertir 7 gigas de música en un concentrado al mejor estilo extracto de rana resultaría ser mucho más trasnochante de lo que imaginé. Estuve una semana (sí, algo enfermo con la música soy) eligiendo, mejor dicho, descartando canciones. Las primeras eliminaciones eran fáciles (Dale a tu cuerpo alegría Macarena…); las últimas, un parto. Pero antes de todo eso, lo primero que hice fue separar las canciones por épocas. Elegiría mis canciones favoritas para cada una de mis décadas. Con el primer y el último grupo no hubo problemas. De los 80’s habían favoritos claros y del 2000 para adelante aún no se habían hecho muchas cosas buenas (Britney estaba buena en esos días, pero nunca para la música). El problema, y grande, estaba con los 90’s. Finalmente, luego de llorar la eliminación de un par de canciones, la selección quedó cerrada y el CD fue bautizado como “80, 90, 20” y en algún rincón entre Lima y Buenos Aires debe seguir girando.

Esta semana, Dios recordará también por qué (¿será que tengo que hacerme ver de la cabeza?) me acordé de ese disco. Y más allá de recordar las noches en que me desvelé haciéndolo, me percaté de que no me había dado cuenta de cómo se había pasado el tiempo desde ese día hasta hoy. Mejor dicho, de cuánto tiempo había pasado. Armar una lista con las favoritas de los 20's ya no era tan fácil. Y, de pronto, me vino la misma sensación de estupidez que sentí cuando estaba tirado en medio de la avenida Arequipa, segundos después de que un taxi me atropellara. De un momento a otro, me había dado cuenta de que iba a cumplir 27 años.

Por segunda vez en mi vida, me atropellaron. Esta vez sin dolor de rodillas. Es más, esta vez sin dolor alguno. Pero sí con conmoción cerebral. Después del impacto sólo me brotó el desesperado impulso de decir “¡Oye aguanta un toque, no seas loco!”. Ya luego te das cuenta de que no va a parar. Es más, te percatas de que ya está incluso un poco más allá. Y entonces comienzas a preguntarte cómo diablos pasó todo.

Desde hace algunos años soy acérrimo defensor de los derechos del eterno romántico. Esos que dictan que no hay edad para hacer lo que hay que hacer, que en la vida uno tiene que dedicarse a lo que ama, que la felicidad más importante es la felicidad con uno mismo, y demás frases trilladas por el estilo. Pero, de pronto… ¡Diablos voy a cumplir 27 años y estoy buscando una pasantía para comenzar de cero y sin ganar un peso! No he hecho carrera, no tengo ahorros, no tengo novia, no vivo solo... Sí. ¿Y?

El tiempo es amigo cercano del miedo. Lo llama, lo busca y al final siempre lo cola a la fiesta. El tiempo. El maldito tiempo. Él pasa. Y no hay que meterse en su camino porque en cualquier momento puede convertirse en un taxi asesino que aparece por detrás de un colectivo estacionado. Creo que, simplemente, hay que tratar de ir a su ritmo. Por eso, mi deseo de año nuevo para todos (incluyéndome) es que podamos seguir haciéndole caso a las frases trilladas. Y que si en algún momento vemos que el tiempo nos saca muchos cuerpos de ventaja, aún tengamos fuerzas para acelerar y evitar que el miedo se nos junte.

Gran año para todos.