Últimamente estuve bastante flojo para escribir, pero un blog amigo me dio la frase para salir del letargo. Más que eso. Me recordó las ganas que tenía – desde hace no poco tiempo – de escupir con respecto a este cada vez más circense y percudido tópico. “Se te está pasando el tren”. Fue preciso, Menchis. Gracias por el detonante.
La pregunta me ronda el cerebro y me angustia tanto como la presencia del zancudo que hace un rato se me escapó y que probablemente no me dejará dormir hoy: ¡¿Qué diablos le pasa a la gente con el matrimonio?! Y, antes de empezar a despotricar, quiero dejar claro que no tengo nada en contra del más blanco de los sacramentos. Yo también quiero someterme algún día a ese casi inexplicable acto de masoquismo. Es más, creo que fui genéticamente diseñado para eso, aunque reconozco que no sé si me malogré en el camino. Pero de que quiero, quiero.
El problema con los matrimonios es que todo suele hacerse al revés. Claro, siempre con escasas, honrosas y muy enamoradas excepciones. Hace unos días, por ejemplo, dos de mis mejores amigos se casaron. Municipalidad, firma, testigos, foto de rigor y un pequeño pero criollazo almuerzo de celebración en el que siempre lamentaré no haber podido estar. Ni iglesia, ni lista de invitados, ni vestido (aunque dicen que los dos estaban lindos), ni partes, ni fiesta. Pero lo importante estaba y sobraba: Esos malditos se adoran.
Yo sé que el día del matrimonio religioso es un sueño perfecto que viene pregrabado en el ADN del 95% de las mujeres de este planeta. Y las entiendo. Creo. Pero dentro de mi concepción del universo y de sus fuerzas demoníacas, yo digo… si realmente te quieres casar, pues te casas, ¿no? ¡Ah, qué… ¿no?! No pues, ¿no? No pues. La sociedad nos dice que no… otra vez.
El Gran Día se ha convertido en la expresión máxima de la presión, el convencionalismo y la cucufatería social. La iglesia se llena de familiares octogenarios y tíos de cariño que no recuerdas o que incluso – Dios me libre – no conoces. Luego, los afortunados que recibieron el parte de la fiesta y que ese día premeditadamente no desayunaron (y/o almorzaron), se dirigen a la dirección indicada dispuestos a comerse todo, chuparse todo, bailarse todo y, si tienen suerte, levantarse todo. El resto, gracias, siga participando.
Pero volvamos a por qué digo que todo se hace al revés. Cuando vamos a una fiesta es normal encontrarnos con un montón de gente, ¿cierto? Amigos, amigos amigos, “amigos”, no tan amigos. Total, tonear podemos con todos. Pero ¿con cuántos de ellos te interesa realmente compartir el día más jodidamente importante de tu vida? O mejor aún, ¿a cuántos de ellos les interesa realmente compartirlo contigo? Entonces, ¿por qué la ceremonia, siendo un momento tan trascendente, está llena de gente que no lo es y, por el contrario, la fiesta se reserva el derecho de admisión? ¡Ajá! Alguien por ahí gritó “¡La plata pues, Chato, se consciente!” Está bien. Vale. Siempre y cuando la plata importe lo suficiente como para condicionar la unión de dos personas que (en teoría) se aman. Buena interrogante. Preguntémosle a las parroquias.
Hoy las parroquias deberían añadir un subtítulo estándar a sus nombres: Parroquia de Nuestra Santísima Señora del Perpetuo Socorro… Catering & Events. Además de sincero, quedaría un toque más nice. Y lo nice jala novias. Si no recuerdo mal, Jesús una vez le dijo al hombre rico “Deja tus riquezas y sígueme”. Hoy, cuando uno va como loco de iglesia en iglesia buscando dónde casarse, poco falta para que te digan “Déjame lo que tengas y vete”. Porque si te llevas la iglesia, te llevas el coro, las flores, el salón, el toldo, el almuerzo, la decoración, la seguridad, el video, la torta, los recuerditos, el bouquet, la liga y si tienes suerte, hasta las chicas para la despedida de soltero te ofrecen. Y, obvio, todo por un módico y excelente precio paquete. De corazón… los odio, muchachos.
Arriesgándome a sonar poco varonil, e incluso un toque maricón, diré que sueño con el día de mi boda. Ella y yo (ambos de blanco, obvio), mis viejos, los suyos, mi hermana, sus hermanos, nuestros mejores amigos amigos y el cura, que con suerte también será amigo de alguno de los dos. Punto. No pasamos de 20. Todos enmarcados en un bonito fondo de mar, arena y cielo multicolor. Bueno, si ella prefiere campo yo podría ceder. Leemos todos cosas bonitas, ella acepta, yo digo “Ya pues, ni modo” (a lo cual ella responde “Payaso”), foto por aquí, foto por allá y listo. A tonear. Y ahí sí está todo el que quiera “ser partícipe de la unión de nuestros hijos”. Entrada libre, porque a mí me gustaría que hubiera un montón de partícipes. Y a falta de presupuesto para atenderlos a todos (zánganos chupadores de sangre), pediría que cada uno ponga algo. No creo que nadie que verdaderamente quiera ser partícipe no pueda llevar algo, ¿no? Un six pack de Pilsen al menos, y te lo chupas tú solito si quieres, no me voy a molestar. La cosa es que todos la pasen brutal. Y de paso nos aseguramos de que vaya el que realmente quiere ir.
En resumen, si lo tuyo es con un año de preparativos, lista de novios y a iglesia llena, ¡genial! Bien por ti. Si, por el contrario, eres de los míos, ¡también! Pero, por favor, si te casas, ¡cásate bien, por el amor de Dios! No por el amor de los demás. Amén.