viernes, 29 de febrero de 2008

Reflexiones por 90 centavos

Hoy iba yo en el colectivo (bus, micro, enatru... como quieras llamarlo) y me pasó algo que ya me había sucedido antes, aunque no necesariamente en un vehículo de transporte público. Viajaba parado, mirando perdidamente por la ventanilla que me correspondía según mi posición en el pasillo. De pronto, en uno de esos movimientos que uno hace para mirar cualquier cosa menos la cara de otro en espacios públicos como ése (léase buses, ascensores, salas de espera, etc.), volteé para mirar hacia el frente, como quien mira por dónde va el micro. Fue ahí cuando me quedé pegado mirando uno de esos postes de los que uno se agarra cuando viaja parado. Una de las uniones del tubo este de miércoles estaba justo a la altura de mi cabeza y - Dios sabrá por qué - pensé... "Uhm... así de alto soy". Fue entonces cuando hice una especie de desdoblamiento que casi me permitió verme a mí mismo desde fuera de mi cuerpo, con una mirada objetiva, y entonces mi cerebro pasó a la segunda e inminente reflexión: "Diablos... sí que soy chato". Acto seguido, miré hacia abajo y vi mi mano sujetada de la agarradera para chatos que hay en la cabecera de cada asiento, hecho que sólo sirvió para reforzar mi hipótesis y para generar una concienzuda vocecita que me respondía "Sí, chato, eres recontra chato".

La fiel 55.

Siempre he dicho y diré que ser petizo tiene grandes ventajas y desventajas. Algunas de esas desventajas se reducen a instantes. Momentos. Segundos. Como el segundo de duda en el que, recién subido al micro, ves el pasamanos del techo y dices "Mierda... ¿llego o no llego?". Obviamente, para no resaltar nuestra reducida condición, casi siempre terminamos buscando una agarradera para chatos que esté libre antes de intentar alcanzar el cielo. Cosas de chatos.

lunes, 25 de febrero de 2008

Ya pues, acepto

Últimamente estuve bastante flojo para escribir, pero un blog amigo me dio la frase para salir del letargo. Más que eso. Me recordó las ganas que tenía – desde hace no poco tiempo – de escupir con respecto a este cada vez más circense y percudido tópico. “Se te está pasando el tren”. Fue preciso, Menchis. Gracias por el detonante.

La pregunta me ronda el cerebro y me angustia tanto como la presencia del zancudo que hace un rato se me escapó y que probablemente no me dejará dormir hoy: ¡¿Qué diablos le pasa a la gente con el matrimonio?! Y, antes de empezar a despotricar, quiero dejar claro que no tengo nada en contra del más blanco de los sacramentos. Yo también quiero someterme algún día a ese casi inexplicable acto de masoquismo. Es más, creo que fui genéticamente diseñado para eso, aunque reconozco que no sé si me malogré en el camino. Pero de que quiero, quiero.

El problema con los matrimonios es que todo suele hacerse al revés. Claro, siempre con escasas, honrosas y muy enamoradas excepciones. Hace unos días, por ejemplo, dos de mis mejores amigos se casaron. Municipalidad, firma, testigos, foto de rigor y un pequeño pero criollazo almuerzo de celebración en el que siempre lamentaré no haber podido estar. Ni iglesia, ni lista de invitados, ni vestido (aunque dicen que los dos estaban lindos), ni partes, ni fiesta. Pero lo importante estaba y sobraba: Esos malditos se adoran.

Yo sé que el día del matrimonio religioso es un sueño perfecto que viene pregrabado en el ADN del 95% de las mujeres de este planeta. Y las entiendo. Creo. Pero dentro de mi concepción del universo y de sus fuerzas demoníacas, yo digo… si realmente te quieres casar, pues te casas, ¿no? ¡Ah, qué… ¿no?! No pues, ¿no? No pues. La sociedad nos dice que no… otra vez.

El Gran Día se ha convertido en la expresión máxima de la presión, el convencionalismo y la cucufatería social. La iglesia se llena de familiares octogenarios y tíos de cariño que no recuerdas o que incluso – Dios me libre – no conoces. Luego, los afortunados que recibieron el parte de la fiesta y que ese día premeditadamente no desayunaron (y/o almorzaron), se dirigen a la dirección indicada dispuestos a comerse todo, chuparse todo, bailarse todo y, si tienen suerte, levantarse todo. El resto, gracias, siga participando.

Pero volvamos a por qué digo que todo se hace al revés. Cuando vamos a una fiesta es normal encontrarnos con un montón de gente, ¿cierto? Amigos, amigos amigos, “amigos”, no tan amigos. Total, tonear podemos con todos. Pero ¿con cuántos de ellos te interesa realmente compartir el día más jodidamente importante de tu vida? O mejor aún, ¿a cuántos de ellos les interesa realmente compartirlo contigo? Entonces, ¿por qué la ceremonia, siendo un momento tan trascendente, está llena de gente que no lo es y, por el contrario, la fiesta se reserva el derecho de admisión? ¡Ajá! Alguien por ahí gritó “¡La plata pues, Chato, se consciente!” Está bien. Vale. Siempre y cuando la plata importe lo suficiente como para condicionar la unión de dos personas que (en teoría) se aman. Buena interrogante. Preguntémosle a las parroquias.

Hoy las parroquias deberían añadir un subtítulo estándar a sus nombres: Parroquia de Nuestra Santísima Señora del Perpetuo Socorro… Catering & Events. Además de sincero, quedaría un toque más nice. Y lo nice jala novias. Si no recuerdo mal, Jesús una vez le dijo al hombre rico “Deja tus riquezas y sígueme”. Hoy, cuando uno va como loco de iglesia en iglesia buscando dónde casarse, poco falta para que te digan “Déjame lo que tengas y vete”. Porque si te llevas la iglesia, te llevas el coro, las flores, el salón, el toldo, el almuerzo, la decoración, la seguridad, el video, la torta, los recuerditos, el bouquet, la liga y si tienes suerte, hasta las chicas para la despedida de soltero te ofrecen. Y, obvio, todo por un módico y excelente precio paquete. De corazón… los odio, muchachos.

Arriesgándome a sonar poco varonil, e incluso un toque maricón, diré que sueño con el día de mi boda. Ella y yo (ambos de blanco, obvio), mis viejos, los suyos, mi hermana, sus hermanos, nuestros mejores amigos amigos y el cura, que con suerte también será amigo de alguno de los dos. Punto. No pasamos de 20. Todos enmarcados en un bonito fondo de mar, arena y cielo multicolor. Bueno, si ella prefiere campo yo podría ceder. Leemos todos cosas bonitas, ella acepta, yo digo “Ya pues, ni modo” (a lo cual ella responde “Payaso”), foto por aquí, foto por allá y listo. A tonear. Y ahí sí está todo el que quiera “ser partícipe de la unión de nuestros hijos”. Entrada libre, porque a mí me gustaría que hubiera un montón de partícipes. Y a falta de presupuesto para atenderlos a todos (zánganos chupadores de sangre), pediría que cada uno ponga algo. No creo que nadie que verdaderamente quiera ser partícipe no pueda llevar algo, ¿no? Un six pack de Pilsen al menos, y te lo chupas tú solito si quieres, no me voy a molestar. La cosa es que todos la pasen brutal. Y de paso nos aseguramos de que vaya el que realmente quiere ir.

En resumen, si lo tuyo es con un año de preparativos, lista de novios y a iglesia llena, ¡genial! Bien por ti. Si, por el contrario, eres de los míos, ¡también! Pero, por favor, si te casas, ¡cásate bien, por el amor de Dios! No por el amor de los demás. Amén.

martes, 12 de febrero de 2008

Las chicas de la calle

Uno se despierta, se ducha, se viste, toma desayuno (si tiene tiempo) y sale a la calle. A trabajar, estudiar, hacer papeleos, pagar cuentas, perder el tiempo. No importa a qué. Lo que importa es que, dependiendo de la ciudad, uno siempre sale con la seguridad de que tiene cierto porcentaje de probabilidades de cruzarse con una chica linda. Obviamente, hay ciudades y ciudades, y el porcentaje varía. Tanto que a veces salir a la calle se convierte en un verdadero peligro, ya sea de terminar con tortícolis o en una carceleta por falta de autocontrol. A continuación, un breve listado de lo que se puede encontrar en casi cualquier parte del mundo.

La chica del colectivo: De la combi, la couster, el micro… da igual. Generalmente, sube después que tú y se sienta en algún lugar delante tuyo, probablemente porque ya vió tu cara (o sintió tu mirada) de acosador total. Te terminas enamorando de su pelo, sus aretes, sus tiritas, o cualquier cosa que quede visible después de que se sienta. A veces, cuando se levanta para bajarse, una fugaz pero punzante pregunta te zumba la cabeza: “¿Y si me bajo?”. Aún no conocí a nadie que lo haya hecho.

La chica del supermercado: Con ella vale hacer algunas distinciones. Para empezar, el rango de edad puede ser amplio. Muy amplio. Pueden estar solas, pero generalmente hacen las compras con el novio. Pueden ser de las que van como si fueran a una fiesta o estar, literalmente, en pijama. ¿Lo que las une a todas? Ese inevitable y siniestro cruce de miradas cuando te las encuentras en la caja registradora.

La chica que camina por la vereda: TODO está en cómo camina y cómo se mueve su pelo. Son la principal causa de tortícolis de la ciudad. Más comentarios sobre ella, sobran.

La chica del taxi de al lado: Si vas manejando, aceleras, frenas y zigzagueas según la posición de su taxi. Si vas de pasajero, tratas de controlar telepáticamente al taxista, el chofer, tu viejo, o quien sea que vaya manejando. Son fugaces, pero casi siempre cómplices cuando el contacto visual se concreta.

La chica linda: No. Ella no es un cuero, ni un lomo. No tiene LOS mangos, ni EL trasero. No va arreglada, ni parece promotora de Marlboro. Pero la única expresión que te brota al verla es “Me caso”.

La rubia: Hasta hace poco tiempo no me gustaban las rubias. Hoy… digamos que soy un poco más tolerante. Más aún si vienen acompañadas de pelo lacio largo, buena talla, shortcitos, piernas largas, politos de tiras y lentes de sol.

La colegiala: Se moviliza en grupos de entre 3 y 8 individuos y es normal verlas (o escuchar sus gritos) en lo diversos medios de transporte público. Su vestimenta constituye un complemento fundamental. Son frecuentes generadoras del pensamiento “¿Cómo puede ESO estar todavía en el colegio?”.

La conductora de cochecito de bebé: Mujeres, madres de familia, entre los 25 y 33 años de edad, pertenecientes a los niveles socioeconómicos A, A- y B+, con hijo(s) entre los 0 y 2 años de edad, generalmente rubias, clientes de gimnasios y amas de casa. Una tentación.

La incierta: Especie en proliferación desde hace unos años. Son todas aquellas que, con sus microprendas, resultan completamente inevitables al ojo y que casi de inmediato despiertan la pregunta “¿Pero… cuántos años tiene?”. Por lo general, el número de la respuesta es mucho más bajo de lo supuesto y el riesgo de prisión mucho más alto de lo que se podría sospechar.