viernes, 29 de febrero de 2008

Reflexiones por 90 centavos

Hoy iba yo en el colectivo (bus, micro, enatru... como quieras llamarlo) y me pasó algo que ya me había sucedido antes, aunque no necesariamente en un vehículo de transporte público. Viajaba parado, mirando perdidamente por la ventanilla que me correspondía según mi posición en el pasillo. De pronto, en uno de esos movimientos que uno hace para mirar cualquier cosa menos la cara de otro en espacios públicos como ése (léase buses, ascensores, salas de espera, etc.), volteé para mirar hacia el frente, como quien mira por dónde va el micro. Fue ahí cuando me quedé pegado mirando uno de esos postes de los que uno se agarra cuando viaja parado. Una de las uniones del tubo este de miércoles estaba justo a la altura de mi cabeza y - Dios sabrá por qué - pensé... "Uhm... así de alto soy". Fue entonces cuando hice una especie de desdoblamiento que casi me permitió verme a mí mismo desde fuera de mi cuerpo, con una mirada objetiva, y entonces mi cerebro pasó a la segunda e inminente reflexión: "Diablos... sí que soy chato". Acto seguido, miré hacia abajo y vi mi mano sujetada de la agarradera para chatos que hay en la cabecera de cada asiento, hecho que sólo sirvió para reforzar mi hipótesis y para generar una concienzuda vocecita que me respondía "Sí, chato, eres recontra chato".

La fiel 55.

Siempre he dicho y diré que ser petizo tiene grandes ventajas y desventajas. Algunas de esas desventajas se reducen a instantes. Momentos. Segundos. Como el segundo de duda en el que, recién subido al micro, ves el pasamanos del techo y dices "Mierda... ¿llego o no llego?". Obviamente, para no resaltar nuestra reducida condición, casi siempre terminamos buscando una agarradera para chatos que esté libre antes de intentar alcanzar el cielo. Cosas de chatos.

lunes, 25 de febrero de 2008

Ya pues, acepto

Últimamente estuve bastante flojo para escribir, pero un blog amigo me dio la frase para salir del letargo. Más que eso. Me recordó las ganas que tenía – desde hace no poco tiempo – de escupir con respecto a este cada vez más circense y percudido tópico. “Se te está pasando el tren”. Fue preciso, Menchis. Gracias por el detonante.

La pregunta me ronda el cerebro y me angustia tanto como la presencia del zancudo que hace un rato se me escapó y que probablemente no me dejará dormir hoy: ¡¿Qué diablos le pasa a la gente con el matrimonio?! Y, antes de empezar a despotricar, quiero dejar claro que no tengo nada en contra del más blanco de los sacramentos. Yo también quiero someterme algún día a ese casi inexplicable acto de masoquismo. Es más, creo que fui genéticamente diseñado para eso, aunque reconozco que no sé si me malogré en el camino. Pero de que quiero, quiero.

El problema con los matrimonios es que todo suele hacerse al revés. Claro, siempre con escasas, honrosas y muy enamoradas excepciones. Hace unos días, por ejemplo, dos de mis mejores amigos se casaron. Municipalidad, firma, testigos, foto de rigor y un pequeño pero criollazo almuerzo de celebración en el que siempre lamentaré no haber podido estar. Ni iglesia, ni lista de invitados, ni vestido (aunque dicen que los dos estaban lindos), ni partes, ni fiesta. Pero lo importante estaba y sobraba: Esos malditos se adoran.

Yo sé que el día del matrimonio religioso es un sueño perfecto que viene pregrabado en el ADN del 95% de las mujeres de este planeta. Y las entiendo. Creo. Pero dentro de mi concepción del universo y de sus fuerzas demoníacas, yo digo… si realmente te quieres casar, pues te casas, ¿no? ¡Ah, qué… ¿no?! No pues, ¿no? No pues. La sociedad nos dice que no… otra vez.

El Gran Día se ha convertido en la expresión máxima de la presión, el convencionalismo y la cucufatería social. La iglesia se llena de familiares octogenarios y tíos de cariño que no recuerdas o que incluso – Dios me libre – no conoces. Luego, los afortunados que recibieron el parte de la fiesta y que ese día premeditadamente no desayunaron (y/o almorzaron), se dirigen a la dirección indicada dispuestos a comerse todo, chuparse todo, bailarse todo y, si tienen suerte, levantarse todo. El resto, gracias, siga participando.

Pero volvamos a por qué digo que todo se hace al revés. Cuando vamos a una fiesta es normal encontrarnos con un montón de gente, ¿cierto? Amigos, amigos amigos, “amigos”, no tan amigos. Total, tonear podemos con todos. Pero ¿con cuántos de ellos te interesa realmente compartir el día más jodidamente importante de tu vida? O mejor aún, ¿a cuántos de ellos les interesa realmente compartirlo contigo? Entonces, ¿por qué la ceremonia, siendo un momento tan trascendente, está llena de gente que no lo es y, por el contrario, la fiesta se reserva el derecho de admisión? ¡Ajá! Alguien por ahí gritó “¡La plata pues, Chato, se consciente!” Está bien. Vale. Siempre y cuando la plata importe lo suficiente como para condicionar la unión de dos personas que (en teoría) se aman. Buena interrogante. Preguntémosle a las parroquias.

Hoy las parroquias deberían añadir un subtítulo estándar a sus nombres: Parroquia de Nuestra Santísima Señora del Perpetuo Socorro… Catering & Events. Además de sincero, quedaría un toque más nice. Y lo nice jala novias. Si no recuerdo mal, Jesús una vez le dijo al hombre rico “Deja tus riquezas y sígueme”. Hoy, cuando uno va como loco de iglesia en iglesia buscando dónde casarse, poco falta para que te digan “Déjame lo que tengas y vete”. Porque si te llevas la iglesia, te llevas el coro, las flores, el salón, el toldo, el almuerzo, la decoración, la seguridad, el video, la torta, los recuerditos, el bouquet, la liga y si tienes suerte, hasta las chicas para la despedida de soltero te ofrecen. Y, obvio, todo por un módico y excelente precio paquete. De corazón… los odio, muchachos.

Arriesgándome a sonar poco varonil, e incluso un toque maricón, diré que sueño con el día de mi boda. Ella y yo (ambos de blanco, obvio), mis viejos, los suyos, mi hermana, sus hermanos, nuestros mejores amigos amigos y el cura, que con suerte también será amigo de alguno de los dos. Punto. No pasamos de 20. Todos enmarcados en un bonito fondo de mar, arena y cielo multicolor. Bueno, si ella prefiere campo yo podría ceder. Leemos todos cosas bonitas, ella acepta, yo digo “Ya pues, ni modo” (a lo cual ella responde “Payaso”), foto por aquí, foto por allá y listo. A tonear. Y ahí sí está todo el que quiera “ser partícipe de la unión de nuestros hijos”. Entrada libre, porque a mí me gustaría que hubiera un montón de partícipes. Y a falta de presupuesto para atenderlos a todos (zánganos chupadores de sangre), pediría que cada uno ponga algo. No creo que nadie que verdaderamente quiera ser partícipe no pueda llevar algo, ¿no? Un six pack de Pilsen al menos, y te lo chupas tú solito si quieres, no me voy a molestar. La cosa es que todos la pasen brutal. Y de paso nos aseguramos de que vaya el que realmente quiere ir.

En resumen, si lo tuyo es con un año de preparativos, lista de novios y a iglesia llena, ¡genial! Bien por ti. Si, por el contrario, eres de los míos, ¡también! Pero, por favor, si te casas, ¡cásate bien, por el amor de Dios! No por el amor de los demás. Amén.

martes, 12 de febrero de 2008

Las chicas de la calle

Uno se despierta, se ducha, se viste, toma desayuno (si tiene tiempo) y sale a la calle. A trabajar, estudiar, hacer papeleos, pagar cuentas, perder el tiempo. No importa a qué. Lo que importa es que, dependiendo de la ciudad, uno siempre sale con la seguridad de que tiene cierto porcentaje de probabilidades de cruzarse con una chica linda. Obviamente, hay ciudades y ciudades, y el porcentaje varía. Tanto que a veces salir a la calle se convierte en un verdadero peligro, ya sea de terminar con tortícolis o en una carceleta por falta de autocontrol. A continuación, un breve listado de lo que se puede encontrar en casi cualquier parte del mundo.

La chica del colectivo: De la combi, la couster, el micro… da igual. Generalmente, sube después que tú y se sienta en algún lugar delante tuyo, probablemente porque ya vió tu cara (o sintió tu mirada) de acosador total. Te terminas enamorando de su pelo, sus aretes, sus tiritas, o cualquier cosa que quede visible después de que se sienta. A veces, cuando se levanta para bajarse, una fugaz pero punzante pregunta te zumba la cabeza: “¿Y si me bajo?”. Aún no conocí a nadie que lo haya hecho.

La chica del supermercado: Con ella vale hacer algunas distinciones. Para empezar, el rango de edad puede ser amplio. Muy amplio. Pueden estar solas, pero generalmente hacen las compras con el novio. Pueden ser de las que van como si fueran a una fiesta o estar, literalmente, en pijama. ¿Lo que las une a todas? Ese inevitable y siniestro cruce de miradas cuando te las encuentras en la caja registradora.

La chica que camina por la vereda: TODO está en cómo camina y cómo se mueve su pelo. Son la principal causa de tortícolis de la ciudad. Más comentarios sobre ella, sobran.

La chica del taxi de al lado: Si vas manejando, aceleras, frenas y zigzagueas según la posición de su taxi. Si vas de pasajero, tratas de controlar telepáticamente al taxista, el chofer, tu viejo, o quien sea que vaya manejando. Son fugaces, pero casi siempre cómplices cuando el contacto visual se concreta.

La chica linda: No. Ella no es un cuero, ni un lomo. No tiene LOS mangos, ni EL trasero. No va arreglada, ni parece promotora de Marlboro. Pero la única expresión que te brota al verla es “Me caso”.

La rubia: Hasta hace poco tiempo no me gustaban las rubias. Hoy… digamos que soy un poco más tolerante. Más aún si vienen acompañadas de pelo lacio largo, buena talla, shortcitos, piernas largas, politos de tiras y lentes de sol.

La colegiala: Se moviliza en grupos de entre 3 y 8 individuos y es normal verlas (o escuchar sus gritos) en lo diversos medios de transporte público. Su vestimenta constituye un complemento fundamental. Son frecuentes generadoras del pensamiento “¿Cómo puede ESO estar todavía en el colegio?”.

La conductora de cochecito de bebé: Mujeres, madres de familia, entre los 25 y 33 años de edad, pertenecientes a los niveles socioeconómicos A, A- y B+, con hijo(s) entre los 0 y 2 años de edad, generalmente rubias, clientes de gimnasios y amas de casa. Una tentación.

La incierta: Especie en proliferación desde hace unos años. Son todas aquellas que, con sus microprendas, resultan completamente inevitables al ojo y que casi de inmediato despiertan la pregunta “¿Pero… cuántos años tiene?”. Por lo general, el número de la respuesta es mucho más bajo de lo supuesto y el riesgo de prisión mucho más alto de lo que se podría sospechar.

domingo, 20 de enero de 2008

Karma Chameleon

Sí. El karma existe. Existe y persiste, como la canción de Culture Club que hasta ahora nos martiriza de vez en cuando por Zeta Rock & Pop (Kaaaaarma, karma, karma, karma, karma, chameleooon… You come and gooo, you come and gooo-o). Existe y jode, tanto como jode acordarse de Boy George. Qué desagradable Boy George. Y encima se llama Boy. En fin.

El karma es ese ente maléfico parecido al toffee que se te queda pegado en la parte más inaccessible de los dientes. No. Es peor. Es como la cáscara de canchita que se te mete en la encía antes de que comience la película y te jode toda la visita al cine. El karma, simplemente, llega, jode… y no, no se va. Mejor dicho, se va, pero vuelve, y vuelve, y vuelve… como el conejito de Duracell. Pinche conejo. De lo que aún no estoy seguro es si vuelve porque esa es SU naturaleza o porque es NUESTRA naturaleza hacer que vuelva. Porque, no nos hagamos los tarugos… uno sabe perfectamente que el toffee se le va a quedar ahí clavadazo, pero igualito nos lo comemos.

Yo supongo que el karma existe porque, de por sí, la vida es circular. Y, como todo círculo, tiende a dar vueltas. Aplicar la siguiente analogía de academia pre universitaria puede explicarlo mejor: El Karma es al Ser Humano como el Balón es a Oliver Athon. Es decir, mejores amigos, patas, brothers, causas, yuntas, carnales, panas, you & me 4ever & ever, etcétera. Si no aprendes a ver al karma como tu amigo, estás fregado. Porque el día que aparece, llega con sus maletas, se mete en tu casa y no se mueve de ahí por un buen rato. Hasta el glorioso día en que te sientes fuerte y lo botas. Yo aún lo tengo durmiendo en la sala, así que no puedo decir mucho más acerca de ese hipotético momento.

Y, además de hacerse amigos, otra buena táctica para convivir con esos inquilinos que parece que nunca se irán es mantener la esperanza de que sí se irán. Es creer en la posibilidad de que esas vueltas pueden dejarnos, algún día, justo al otro lado del círculo y no en el mismo lugar. Es creer ciegamente en que UNO NUNCA SABE, principio fundamental del "Hazte una" (Profundizaremos más en el tema en un próximo post titulado "Introducción a la Teoría del Hazte Una”). Es creer en el equilibrio cósmico, mejor conocido como la filosofía de "Lo justo es lo justo pe' varón". En resumen, es tenerse fe. Sino, repito, estamos todos fregados y sólo nos quedaría el célebre "Y que Dios nos ayude" de Hurtado Miller.

Por eso, si de pronto un día te percatas de que el pinche karma está durmiendo en tu sala, relájate, no te apures, no te escondas, no llames al Chapulín, tampoco a tu ex. Sólo dile Hola y acuérdate de Boy George cantando Do you really want to huuurt meee? Vas a ver cómo incluso puedes llegar a cagarte de la risa. Quizá para no llorar, pero te ríes al fin y al cabo. Eso sí, mejor no te ilusiones con que desaparezca pronto. Sólo nos queda acostumbrarnos a su maligna presencia, tal como nos acostumbramos a Boy George.

miércoles, 9 de enero de 2008

El gris

Debería estar trabajando. No hablo del trabajo por el cual sales de tu casa todos los días a las 8am y vuelves a las 7pm. Bueno, sí, también debería estar trabajando de esa forma, pero me refería a “trabajando” en mis cosas. En todo el día no avancé nada y sin embargo estoy escribiendo la columna de la semana. Pero me puse a escribirla porque hace un rato me invadió una inquietante inseguridad. No sabía en qué día estábamos. Aún mientras escribo esto no estoy seguro. Estoy a punto de abrir el calendario, pero me resisto y sigo escribiendo mientras la otra mitad de mi cerebro piensa… ¿Ayer fue lunes, no? Sí. Por ende, es martes. Ok. Martes. Aún no estoy seguro, pero dejémoslo en martes.

La duda surgió porque andaba pensando si tenía un día favorito en la semana. Y creo que no. Lo que sí tengo es un día no favorito. El feo, el malo, el triste, el cruel, el gris. Sí, bueno… en Lima 5 de 7 son grises. Pero éste lleva el gris en el alma. Y ese, para mí, no puede ser otro que el domingo.

Seguro varios de mis queridos ex colegas pertenecientes a la Población Económicamente Activa ya desenvainaron sus Ginzu 2000 en rechazo a esta última afirmación mía, reclamando el premio para el siempre despreciable Lunes. Pero no mis sufridos trabajadores. Esos cortos minutos de pereza al despertar en los que nos sentimos pegados con Triz a la cama son nada comparados con la angustiante frase que suele aparecer los domingos, en algún momento entre el almuerzo y la hora de acostarnos. Esa frase maléfica y casi harakirica en la que perdemos el aliento e hilvanamos las palabras “Puta - madre - mañana - hay - que - ir - a - trabajar”. Sí. Eso es dolor.

El domingo, más que feo, es raro. Es más, creo que es tan raro que por eso se hace feo. Como los bocaditos. Si cuando te pasan la bandeja ves algo que no conoces, pasas. El domingo tiene un aura extraña, cargada de diversas armas anímicas, físicas y hasta psicosomáticas, las cuales, combinadas, son letales.

Para empezar, después del domingo viene el lunes. El problema no es el trabajo. El verdadero problema es el “no descanso”. O dicho al revés, las juergas de los sábados. Es la ley de Cristo. Uno sale el viernes y se revienta, el sábado al amanecer muere y el domingo resucita. ¿Y los que se la pegaron el sábado? ¡Ah! Jódanse, dijo el flaco.

Hablando del flaco… los domingos no vas a misa, lo cual te sirve para recordar que no cumples con lo mínimo que te pide tu religión y para renovar con entusiasmo tus votos de ser católico “a tu manera”.

El domingo tiene esa horrible sensación de fin. Te recuerda que se terminó una semana más… y que ya se está pasando también el mes, el año, el tiempo, la vida, etcétera. Un estrés. Ese día uno no puede evitar ponerse a pensar en cosas trascendentales.

Inevitablemente, esa aura trascendental se transporta a la calle. Lenta. Vacía. Como si hubiese pronóstico de Apocalipsis. Todo el mundo opta por refugiarse bajo techo, propio o ajeno, con la familia, la novia, los amigos, el cine, la playstation. Lo que cada uno buenamente tenga a la mano.

Y así, ese casero y familiar día se pasa maliciosamente rápido. Te levantas tarde, desayunas todo lo que no desayunaste en la semana, como para almorzar “tardecito” (osea, a las 5pm) y, obvio, mejor te olvídas de la idea de comer por la noche. El día queda más corto que trago en fiesta de quince y, de pronto, ya es lunes.

Finalmente, un breve párrafo aparte bien merecido: Los domingos la tele es una desgracia. No hay más comentarios al respecto.

Por todo eso (y algunas cosas más que seguro olvido), el domingo es el ganador. Ahora recuerdo a qué venía todo esto. Aún no decido qué día de la semana publicar esta columna y quería que fuera un día feliz. En definitiva, el domingo no va a ser. Y ustedes, ¿tienen un favorito? La votación de días felices está abierta.

P.D: Hoy hay Bonus Track. Un poco de material audiovisual, para reforzar.

martes, 1 de enero de 2008

80, 90, 20

Es curioso. Hace mucho tiempo grabé un CD con las mejores canciones que tenía en mi computadora. Fue por motivo de un viaje, un paseo, una caminata… Dios recordará mejor que yo a estas alturas de mi alcoholización neuronal. Convertir 7 gigas de música en un concentrado al mejor estilo extracto de rana resultaría ser mucho más trasnochante de lo que imaginé. Estuve una semana (sí, algo enfermo con la música soy) eligiendo, mejor dicho, descartando canciones. Las primeras eliminaciones eran fáciles (Dale a tu cuerpo alegría Macarena…); las últimas, un parto. Pero antes de todo eso, lo primero que hice fue separar las canciones por épocas. Elegiría mis canciones favoritas para cada una de mis décadas. Con el primer y el último grupo no hubo problemas. De los 80’s habían favoritos claros y del 2000 para adelante aún no se habían hecho muchas cosas buenas (Britney estaba buena en esos días, pero nunca para la música). El problema, y grande, estaba con los 90’s. Finalmente, luego de llorar la eliminación de un par de canciones, la selección quedó cerrada y el CD fue bautizado como “80, 90, 20” y en algún rincón entre Lima y Buenos Aires debe seguir girando.

Esta semana, Dios recordará también por qué (¿será que tengo que hacerme ver de la cabeza?) me acordé de ese disco. Y más allá de recordar las noches en que me desvelé haciéndolo, me percaté de que no me había dado cuenta de cómo se había pasado el tiempo desde ese día hasta hoy. Mejor dicho, de cuánto tiempo había pasado. Armar una lista con las favoritas de los 20's ya no era tan fácil. Y, de pronto, me vino la misma sensación de estupidez que sentí cuando estaba tirado en medio de la avenida Arequipa, segundos después de que un taxi me atropellara. De un momento a otro, me había dado cuenta de que iba a cumplir 27 años.

Por segunda vez en mi vida, me atropellaron. Esta vez sin dolor de rodillas. Es más, esta vez sin dolor alguno. Pero sí con conmoción cerebral. Después del impacto sólo me brotó el desesperado impulso de decir “¡Oye aguanta un toque, no seas loco!”. Ya luego te das cuenta de que no va a parar. Es más, te percatas de que ya está incluso un poco más allá. Y entonces comienzas a preguntarte cómo diablos pasó todo.

Desde hace algunos años soy acérrimo defensor de los derechos del eterno romántico. Esos que dictan que no hay edad para hacer lo que hay que hacer, que en la vida uno tiene que dedicarse a lo que ama, que la felicidad más importante es la felicidad con uno mismo, y demás frases trilladas por el estilo. Pero, de pronto… ¡Diablos voy a cumplir 27 años y estoy buscando una pasantía para comenzar de cero y sin ganar un peso! No he hecho carrera, no tengo ahorros, no tengo novia, no vivo solo... Sí. ¿Y?

El tiempo es amigo cercano del miedo. Lo llama, lo busca y al final siempre lo cola a la fiesta. El tiempo. El maldito tiempo. Él pasa. Y no hay que meterse en su camino porque en cualquier momento puede convertirse en un taxi asesino que aparece por detrás de un colectivo estacionado. Creo que, simplemente, hay que tratar de ir a su ritmo. Por eso, mi deseo de año nuevo para todos (incluyéndome) es que podamos seguir haciéndole caso a las frases trilladas. Y que si en algún momento vemos que el tiempo nos saca muchos cuerpos de ventaja, aún tengamos fuerzas para acelerar y evitar que el miedo se nos junte.

Gran año para todos.

martes, 28 de agosto de 2007

Colaborador Nº8

Una exquisita dirección de arte, una banda sonora sutilmente escogida y una visión vanguardista tan inquietante que bien valen el honor de la publicación individual. La respuesta del Colaborador Nº8 nos devuelve a la realidad de manera febril y aplastante, como dando una bofetada a la innecesaria búsqueda filosófica. Simplemente, magnífica.

sábado, 25 de agosto de 2007

De por qué a un polvo le decimos polvo

Hace unos días, mi buen amigo Cristopher concluyó sus prácticas en Buenos Aires y volvió a su lejana Canadá. Obedeciendo las leyes de los autoexpatriados que conviven en un hostel fuera de su país, nos juntamos algunos internacionales y lo despedimos con las cervezas de rigor.

Esa noche, sentado en un bar junto con peruanos, suizos, argentinos, franceses y colombianos, me acordé (no sé por qué) de uno de los pocos términos extrañamente compartidos pero perfectamente entendidos por todos: Polvo. Obviamente, no el que barres con la escoba. Me refiero al acto sexual. Al apareamiento. Al coito, si quieren, para ser más letrados. Todos, sin excepción y sin importar la nacionalidad ni el idioma natal, entendían lo que era un polvo. Sin embargo, ninguno podía contestar con seguridad la pregunta más importante: ¿Por qué le decimos "polvo"?

Gracias al efecto del alcohol y a la naturaleza chisposa del grupo, las respuestas fueron de un calibre bastante humorístico. Sin embargo, todas eran simples hipótesis. Nadie se atrevía a firmar una verdad y yo me quedé con una duda grande. Grade y polvorienta. Por eso, decidí ir en busca de una sabiduría mayor: El Messenger. A continuación, reproduzco tal cual las respuestas que se dieron esa noche en el bar y otras enviadas on-line por algunos colaboradores, a los que mantendremos en el anonimato por el bien de su propia decencia. Se aceptan todo tipo de hipótesis, aportes, disertaciones, preguntas, dedicatorias y/o puteadas adicionales.

Colaborador Nº 1
"Porke de polvo eres y en polvo te convertirás. Es lógica pes. La más lógica".

Colaborador 2
"Creo q le dicen polvo porque el fin es dejar a tu partner hecho polvo. O algo asi".

Colaborador 3
"Porq te hace polvo".
"Porq te hace ver rosado, como polvos rosados".
"Porq te quedas como tapete y en el tapete solo hay polvo".

Colaborador 4
"Por el polvo de estrellas. Como te hace ver estrellas..."

Colaborador 5
"El polvo es un polvo. La palabra la invento Volvo. Pero el ke la escribio era medio chicato y transformó Volvo en Polvo".
"Polvo es un nombre genérico para las partículas sólidas con un diámetro menor a los 500 micrometros".

Colaborador 6
"Y bueno, porque está escrito en la Biblia que venimos del polvo de la tierra, tha´s the reazon way. Estoy segura que es por eso. Viene de ahí y se vulgarizó a lo cotidiano".

Colaborador 7
"Mi hipótesis es que el comportamiento del eyaculo masculino es similar al del polvo. Basicamente, la hipótesis nace del uso del termino en su expresión completa: "Echarse un polvo". Lo que inclina al filosofo a meditar: "¿Qué es lo que se echa?" Bueno. Revisando las miles de imágenes porno almacenadas en backup cerca del hipotálamo, la conclusión a que se llega es que lo único que se echa es una sustancia blanca, que puede hacer un ruido seco y mudo al colisionar con una superficie, sonido similar al de un manojo de polvo en la misma situación. Por ahí una mujer también echa algo, especialmente habiendo estimulado el infame Punto G. Pero las caracteristicas de este "echar" son diferentes y por lo tanto no pueden ser consideradas origen del término. Y bueno, concluyendo, echarse un polvo muy probablemente hace referencia al acto eyaculatorio masculino. Pero no quiero dejar de mencionar el uso alternativo, usado principalmente por magos y curanderos. El famoso polvito mágico. Esa es mi segunda hipótesis".

Insuperable Campanita. Ella sí que tenía polvos mágicos.

viernes, 17 de agosto de 2007

La verdad acerca de la verdad

La primera vez que me crucé con esta capciosa interrogante fue hace ya varios años, en la facultad, mientras ensayaba con mis compañeros del curso de Actuación 3. En las manos teníamos el libreto de “Yo también hablo de la rosa”, obra mexicana que nos martilló la cabeza todos los días durante cinco meses con la misma jodida pregunta. ¿Qué es la verdad?

Al final de ese semestre no sólo hicimos un buen montaje, sino que llegamos también a una buena respuesta. La verdad no es una, sino muchas. Son tantas como el número de actores y espectadores que participan en ella. Así, cada testigo era una verdad. Y cada verdad, pues… era verdad.

Hoy, nuevamente un curso me pone frente a la misma pregunta y sigue resultándome tan capciosa como antes. Sí. Sigo creyendo en la respuesta que encontré en ese curso de actuación. Sin embargo, con el tiempo fui descubriendo fenómenos mundanos que la sustentaban mucho mejor. Y sí. Siguen siendo muchas, muchas verdades.

Para empezar, la verdad es una relación de a dos. El que la dice y el que la escucha. Y todo el combustible necesario para originar una explosión se resume en la breve pero escalofriante frase Te voy a contar la verdad”. Para quien la dice, una confesión. Para quien la escucha, casi un acto de fe.

La verdad es la capacidad que tienes para convencer a otros de que lo que dices es cierto. Es contar una mentira y hacer que te la crean. ¿La clave? Muy sencilla. Si te la crees tú mismo probablemente los demás también la creerán.

La verdad es como el teatro. Una convención. Un pacto de hipócritas. Mientras uno sube al escenario y miente, el otro se sienta en la platea y le cree. Por supuesto que ambos saben que todo es mentira, pero hacen como si no lo supieran. Exactamente igual a como sucede a veces en la vida real.

La verdad es una búsqueda constante e interminable. Al menos para los filósofos. Bueno, también para los periodistas que aún no se han vendido. Y claro… también para el agente Mulder. En cualquiera de estos casos, la verdad es un sentimiento. Una pasión. Cuestión de vocación, dirían algunos.

La verdad es CNN. ¿O me van a decir que no? Por lo tanto, podríamos decir que la verdad es una mentira. Una ficción creada a la medida de nuestro morbo, nuestro consumismo y nuestras ganas de creer todo lo que nos dicen. En otras palabras, la verdad no existe más. Al menos no en la tele.

La verdad es un producto caro. Exclusivo y reservado para el que tiene dinero. Es comprar un DVD original en lugar de una copia pirata. Es tener el de verdad y no el de mentira. Es el posta, el firme, o como lo llamen dependiendo del país.

La verdad es un golpe. Un dolor. Es tu novia diciéndote que no te engañó mientras sus ojos te dicen lo contrario. Es tu incapacidad para creerle. Es la confianza que vez alejarse a toda velocidad y que no volverá más. Y sí. La verdad es también el pilar de toda relación, la confianza en la que todo descansa. En resumen, la verdad en el amor es el comienzo y el final.

La verdad es como un personaje sin rostro. Cada día le damos una identidad diferente dependiendo del momento, del lugar, de nuestras intenciones, e incluso del ánimo con el que despertamos esa puta mañana. Es como un muñequito de Lego al cual le cambiamos la cabeza sin cesar y a nuestro antojo, para que un día sea el villano, al siguiente, el héroe y quizá algunos días una persona normal.

Esa es la verdad. Una ilusión que comemos día tras día y que condimentamos con un toque de sinceridad y otro de ingenuidad. Siempre al gusto de cada uno. Y como cada quien tiene su paladar, seguirán siendo muchas verdades.